El Pecado de Esther

Andrés Villa
Escritor

Trató de recordar todo lo que Misha, su amiga le había recomendado. Que bañara aquella cosa con alcohol. Como el ghetto tenía tantas carencias, solo pudo encontrar una botella de vino avinagrado ya, para usarla en su ceremonia. La lavó, la descorchó, para proceder a calentar un poco el líquido. Al reducirse en la vasija, una agradable fragancia llenó aquel cuartucho donde todo era muy pobre, por no decir paupérrimo.

El aroma le recordó aquellos tiempos en que la guerra no había comenzado aún, cuando en su casa siempre se cenaba con vino. Su padre, en la cabecera de la mesa, descorchaba las botellas y escanciaba lentamente, en las finas y transparentes copas de cristal, el rojo líquido. En la de los niños también vertía un chorrito y acariciaba sus cabezas. Qué bueno era su padre.

Fueron grandes momentos para todos. Hubo prosperidad y paz, y aunque las cosas fueron cambiando y se pudieron notar algunas señales de lo que posteriormente harían los nazis, su padre se negó abandonar Europa creyendo que lo que se contaba sólo le pasaría a otros, nunca a la familia.

Se asomó a la ventana, regresó y volvió a sentarse, dudó un poco. El espejo en la pared la recriminaba, mostrándole su belleza y su desnudez pero también reflejaba la tristeza de su alma.

Cuando los judíos fueron trasladados al ghetto se dio cuenta que no habría salvación, que todos morirían. Formaron interminables filas, ella entre ellos, todos luciendo en sus ropas la ignominia amarilla, una espantosa estrella que en nada se le asemejaba a la reluciente estrella de David, símbolo de su pueblo. Dejaron atrás bienes y fortunas así como todas sus historias pasadas.

Entraron y se apretujaron en los edificios que se asomaban a las estrechas calles de la parte más vieja de la ciudad. Ya ella había leído sobre los barrios judíos en la edad media y sobre los más recientes programas rusos. Su raza había sido atacada desde hacía ya 2,000 años, por cualquier sospecha y por los más banales motivos. Pero habían sobrevivido refugiándose alrededor de su religión y de los lazos familiares

Pero tuvo que hacerlo, por el bien de su pueblo y de sus vecinos. Los favores sexuales con los que atrajo a aquel mayor de las SS ayudaron a sacar a muchos niños del ghetto, aunque fue muy tarde para librar a sus padres. Si se hubiera atrevido antes , quizás los habría librado de la selección que los llevó a viajar en esos vagones del ferrocarril.



El oficial de las SS se paseaba por la estación de tren que pasaba directamente por el ghetto. La idea había sido brillante, embarcar a los judíos directamente desde allí. Fue más fácil, no había que trasladarlos en camiones, los sacaban de sus casas, y los hacían caminar por las calles con sus escuálidas maletas, para luego introducirlos y apretujarlos en los vagones. Antes de partir los obligaban a dejar todo el equipaje en el que muchos ocultaban los restos de su fortuna.

Había sido idea suya, a su superior le gustó mucho. Eso le valió el ascenso a Sturmbannfuhrer. Cómo líder de la unidad de asalto estaba a cargo del traslado y de la selección de los judíos que irían a los campos de la "solución final".

Pero el alemán dentro de aquel gallardo uniforme verde gris, y adornado con esas elaboradas insignias, entre las que sobresalían dos calaveras, comenzaba a dudar sobre el futuro del Reich de los mil años y de toda la palabrería que había oído salir de la boca del Fuhrer desde sus días en las juventudes hitlerianas. Las noticias del frente ruso eran cada vez peores. Las derrotas en las batallas por el control de esa estratégica ciudad, que llevaba el nombre de su líder, podría ser el principio del final. Un terrible final en el que pagarían a ciento por uno todos sus crímenes.

La cantidad de uniformes alemanes ensangrentados que llegaban desde allá aumentaba con los días. Se les había encomendado a los judíos lavarlos y remendar los orificios que dejaban las balas. Lo hacían eficientemente en los talleres dentro del ghetto. Se aferraban al trabajo a favor del ejército opresor como una tabla de salvación, los buenos trabajadores no viajaban en el tren sin regreso.

Sobre los judíos, había aprendido a odiarlos. Por avaros, diabólicos, sectarios, vagos, amantes del dinero y promiscuos. Usureros que chupaban la riqueza de Alemania, y manchaban la pureza de la raza aria.

Pero también había notado que en esos terribles momentos los judíos eran admirables. Los que salvaban la selección eran gente especial. Médicos, arquitectos, ingenieros o músicos virtuosos como no había visto otros. Recordaba a aquel chico de 17 años que tocaba el violín como un ángel y al que puso a tocar a dúo con una bella joven, un poco mayor, que pulsaba el violonchelo.

El verla ejecutar ese instrumento, que colocaba entre sus piernas, era maravilloso. Recordaba como sus negros y largos cabellos se movían al compás de las piezas musicales de Wagner.

Ella decía que prefería a otros autores y entonces al ver iluminarse su bello rostro y notar la sensualidad de su cuerpo al interpretarlos, la había dejado incluirlos en el repertorio de la velada con la que agasajaron a los altos mandos alemanes, aquel día que inspeccionaron el ghetto.

Desde entonces, enloqueció por ella y aunque hubiera podido tomarla a la fuerza no lo quiso así y habló con las autoridades judías para que arreglaran una cita. Claro está que tuvo que hacer concesiones.

Lo pasado en el tercer encuentro fue espectacular. La combinación de sus dos jóvenes cuerpos, casi perfectos, había generado una intensa pasión como nunca había vivido. Desde ese día Esther era su obsesión. A pesar de sus múltiples atenciones nunca logró que se mudara del ghetto y borrar de su rostro esa triste sonrisa. Pero sí sentía su inmenso deseo de sobrevivir al holocausto.


Esther no se perdonaba haber disfrutado de las sensaciones desde aquella tercera noche que se acostó con el oficial alemán. En ocasiones anteriores había luchado y su mente había abandonado su cuerpo. Pero esa vez no. No se explicaba cómo había pasado eso, si él era un ángel exterminador, peor que el que había diezmado a los primogénitos egipcios. El era enemigo de su pueblo, el ejecutor de todas las atrocidades cometidas en el ghetto. Ella lo había visto en las golpizas, fusilamientos, ahorcamientos y lo relacionaba con las terribles historias que giraban sobre lejanos campos de exterminios. Sabía que si seguía viva era sólo por la lujuria despertada en los periódicos encuentros. Pero ahora sentía su semilla vibrar en su vientre. Eso la hizo decidirse.

Volvió a calentar la delgada varilla de metal en la hornilla y trató de desinfectarla con el alcohol. Verificó que la punta estuviera ligeramente curvada como le dijo Misha y entonces sí, con un movimiento envolvente la introdujo en su vagina, para aniquilar ese fruto del pecado.

El dolor no le impidió reconocer el retumbar de las botas militares en los desvencijados escalones que llegaban hasta lo alto de su puerta. Al mismo tiempo, en lontananza, retumbaron los cañones de la batalla, señal que el ejército rojo se acercaba a la ciudad.

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