EL DESERTOR

Andrés Villa
Escritor
 
Decidió abandonar el barco y desertar. No sabía que dar ese paso lo llevaría a un viaje sin regreso a sus afectos, su país y sus familiares. La palabra desertor daba vuelta en su cabeza y lo acompañaría toda la vida. Aunque trató de borrarla haciendo lo posible por olvidarse de todo y de todos, nunca pudo.

Las amenazantes figuras de sus superiores en la nave de guerra se turnaron para ser los protagonistas en sus noches de pesadillas. La que más odiaba era la del sargento, aquel cholo serrano de cabellos parados como cerdas de puercoespín que lo atormentó a través de los años. Su fiero rostro se aparecía de golpe sacudiéndolo y recriminándolo por su crimen. Despertaba en su camastro empapado en sudor.

En otro sueño, que llegó a convertirse en el más angustioso y recurrente, veía, como un espectador que va al cine, al sargento repetir, exactamente, el mismo recorrido desde el muelle en que atracó el barco hasta aquel barrio. Pasaba por las mismas calles y una y otra vez pisaba la porquería de perro en el sitio donde lo hizo él esa vez. Titubeaba, pero jamás pasaba de largo, entraba al zaguán de esa vieja casa, subía las escaleras y entraba a su cuarto.

Malditos, odiaba recordar aquellos días marcados por la dura disciplina de la marina.

----¡Atención, firmes! Limpie aquí, vaya allá, baje, suba. ¡No sea cagón! ¡Ustedes son unos cobardes, el mar se los tragará y no tendrán nunca jamás una cruz sobre su tumba!

Sus primeros pasos en esa ciudad extraña fueron difíciles. A fuerza de sus puños se abrió camino. Pero sus días de boxeador fueron efímeros. Recordaba cuando en una de sus primeras peleas se tiró a la lona. Había arreglado con los contrarios. Todos sus fanáticos habían apostado a él. Con su cuerpo hundido en la lona pudo ver el desencanto en sus rostros cuando el árbitro llevaba adelante la fatídica cuenta y declaraba el nocaut. No se comieron el cuento de ese golpe que jamás llegó a su mandíbula y furiosos gritaron insultándolo. El que más le hirió fue el de: ¡Desertor, marino vendido; desertooooor!

Después se las arregló como pudo, igual que la gente de ese humilde sector, aprovechando las oportunidades cotidianas. Se convirtió en uno de ellos, total las costumbres no eran tan diferentes, comparadas con las de su sitio natal. Aunque con los años se ganó la fama de nunca haber trabajado, ni de haber arreglado su estatus ciudadano, en este nuevo país. No soportaba ninguna clase de jefatura, ni reglas, ni ataduras… por eso era un desertor.

La vista del mar y el respirar sus sales le producían sentimientos encontrados. Le parecía que había escapado del oráculo del sargento. Pero a veces, cuando pasaba por el malecón, sentía que el rumor de las olas al chocar contra el muro, lo incriminaban. En otros momentos, en el ocaso, cuando el sol se sumergía y confundía con el océano, sus reflejos le enviaban un mensaje de perdón. No obstante nunca volvió a embarcarse, no fuera que el mar tomara venganza de su acción.

Para las estadísticas y censos él no existía. Nunca recibió a los empadronadores, esos días salía de su cuarto y dejaba al candado encargado de contestar a sus preguntas. Le molestaba que tocaran a su puerta. El ruido de los nudillos sobre la madera, le traía como por encanto el rostro de aquel maldito sargento. Sólo se calmaba cuando comprobaba que no era él. Con los años fue librándose de sus fantasmas, menos del cholo de cabellos erizados. Quizás por la marcada aversión entre negros e indígenas en la sociedad en que nació.

Después de más de sesenta años en su lecho de enfermo lo vio venir. Intentó incorporarse cuando reconoció a aquella figura que lo persiguiera desde que bajó del barco, pero no tuvo suficientes fuerzas. La fiera expresión del sargento apareció de la misma forma que en sus sueños. Entonces cerró los ojos.

Panamá América
Suplemeto Día D
15 de mayo de 2011

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