PRIMER
CONGRESO INTERNACIONAL DE CUENTISTAS Y CRÍTICOS LITERARIOS
(en
torno a la producción cuentística panameña)
del 5
al 8 de junio en la UTP
Los Cuentos de Andrés
Margarita Vásquez
Universidad de
Panamá
El objeto inmediato de esta ponencia es el libro de cuentos
titulado Perdedores. Cuentos, cuentos, cuentos, del escritor panameño Andrés Antonio Villa Ortega. Fueron
publicados 300 ejemplares en el 2009 en los talleres de la imprenta ARTICSA, ubicada
en Panamá. El autor lo dedica a sus
hijos y nietos, y agradece a la empresa Fiesta
Casino. Finalmente, con su correspondiente
cédula del ISBN entra el libro al mundo del intercambio bibliográfico como novela
y no como cuento, molde literario más
propio para caracterizar este libro.
Llama la atención esta clasificación que trae al tapete la
denominación usada por D. Rodrigo Miró Grimaldo, cuyo centenario conmemoramos
en el 2012, y a cuyo recuerdo me acojo. Hace
más de sesenta años, en El cuento en
Panamá[1],
Miró ordenaba el cuento panameño dentro de nuestra producción novelesca, modo de designar el género narrativo. De su
discurso introductorio al libro mencionado se desprende que consideraba como
subgéneros de lo novelesco, la novela
y el cuento. Y aclaraba que si este
último ofrece posibilidades simples dentro de lo novelesco porque enfoca una única incidencia alrededor de la que
se conforma la narración, la novela se fundamenta en un complejo
supraindividual: exige una dimensión humana, y lo humano conlleva lo social: un
ambiente, una época, una familia.[2] Entonces agrega que, aunque esa condición no
grava con igual rigor al cuento, el género (entiendo el género novelesco:
cuento y novela) ha ido acomodándose poco a poco a su verdadero papel: el de enseñarnos los vínculos entre su propio
crecimiento con el discurrir político-social de la nación. En los cuentos de Villa, escritos en el siglo
XXI, intento rebuscar ese “verdadero papel” del cuento panameño al que se
refiere Miró en 1949: el ambiente, la época, la familia no aparecen todos a la
vez ni muy rigorosamente en un cuento,
pero su capacidad de sugerencia puede constituirse en un método de conocimiento
de lo que nos acontece o aconteció, aunque no obligatoriamente. Si el lector
coopera, puede elaborar una creación paralela auspiciada por su propia memoria,
a partir de las ideas que sea capaz de evocar el cuento, o invocar mediante
otras lecturas.
Porque interesa a las reflexiones que se harán a
continuación sobre Perdedores, es bueno mencionar que en Memorias e imaginarios de identidad y raza en Panamá. Siglos XIX y XX[3],
Premio Ensayo del concurso Ricardo Miró en el 2010, Patricia Pizzurno recoge
una asociación metafórica elaborada por los historiadores Celestino Andrés
Araúz, Argelia Tello y Alfredo Figueroa Navarro sobre el número de residentes
antillanos en las ciudades de Panamá y Colón en 1914: ellos dicen que entonces
estas ciudades fueron convertidas en “un vertedero de los trabajadores que ya
no se necesitaban” en la Zona del Canal.
También da Patricia Pizzurno los datos de Jos Joseph, quien informa que en 1916
y en 1920 las autoridades zoneítas desalojaron 15.000 obreros tras las huelgas
de los trabajadores silver roll, y
que los casatenientes panameños los recibieron con los brazos abiertos y los
alojaron en casas de alquiler en condiciones deplorables en las ciudades
terminales. Súmense a esta
cantidad las personas que ya vivían allí.
En ese mundo enriquecido por uno
de sus componentes, el antillano, se desarrolla El secreto de Peter Williams,
vigesimoprimero de los treinta y siete cuentos incluidos en Perdedores. Al iniciar su lectura, al lector lo guía el espacio: gran casa de
inquilinato con dos plantas, platos sobre pequeñas mesas frente a cada puerta,
escaleras de madera, balcón, pasillos, hojas de zinc, patio: hileras de cuartos
donde no entraba el sol. Nos situamos en alguna de las ciudades limítrofes
de la Zona del Canal de Panamá. El modelo de contexto temporal elegido selecciona
algunas décadas después de terminada la construcción del canal.
En uno de esos caserones, la
policía persigue a Peter Williams, figura sigilosa, elástica, como un gato,
enjuta, casi una centella, capaz de colarse entre las hojas de zinc. Ha salido
del cuarto de su amante negra, y los policías le disparan sin que las balas lo
hieran. Ellos infiltran los celos en los sentimientos de Carola, y le piden que
averigüe cuál es el secreto de Peter Williams.
Este recuerda su niñez, cuando
recibió un don (como el de Sansón, personaje bíblico) de parte de una Madama
santera.
Carola está celosa. La noche en
que regresa Williams al cuarto de su amante, ella le lanza un objeto
contundente a la sombra, pero hiere al hombre que es Peter. La mujer ha descubierto su secreto y lo
delata: para matar a Williams hay que tirarle a su sombra. Al final de la
narración, un policía negro está parado junto al cuerpo inerte del famoso
ladrón.
En una interesantísima ponencia
del 2004 titulada John
Peter Williams y una resistencia basada en la "mala reputación" en
Panamá: la política de raza, delincuencia e identidad en el Istmo[4],
presentada por Michael Donoghue, de la Universidad de Connecticut en un congreso de
LASA (Asociación de
Estudios Latinoamericanos), reivindica la imagen historiográfica de John Peter
Williams, personaje olvidado. Donoghue
vincula la exclusión de Williams de la narrativa historiográfica panameña con
el modo como han sido construidas las ideas de raza, clase e identidad entre
los panameños: por un lado, quienes han escrito la historiografía han sido los
blancos y mestizos panameños; por el otro, resultaba arriesgado que se
interpretara como “resistencia respetable” contra la segregación racial, los
hechos que habían sido registrados como “criminales”.
Ante los ojos de los antillanos
pobres de la ciudad de Panamá, en cambio, Williams se transformó en un héroe
popular, capaz de humillar y frustrar a los gringos. Sentía que su ataque
estaba dirigido contra aquel sistema de pensamiento llamado de Jim Crow.
Esto le aseguraba una legítima heroicidad, como pasa con Robin Hood o El Zorro.
Dentro de la ponencia se leen los nombres de famosos bandidos sociales,
incluidos Bony and Clyde. Y al igual que Billy the Kid, John Peter Williams
murió de muerte violenta a los veinte años y ascendió al reino del mito y la
leyenda entre los antillanos. Años después de su muerte, la desaparición de objetos tan comunes como
un dulce recién hornedo en el hogar, fue atribuida al fantasma de Peter. El ejemplo de "Old Pete", como le
llamaban cariñosamente los abuelos, podría ser utilizado como una advertencia o
una felicitación a los más jóvenes entre los panameños de origen antillano,
narra la ponencia. Añade Donoghue que la
actuación de aquel negro Robin Hood (como lo llama el cuento) les dio muestras
claras a los panameños de la vulnerabilidad de los estadounidenses: las malas
(o buenas) lenguas decían que él había robado hasta en la casa del Gobernador
de la Zona, y había dejado una nota bromista como recuerdo. Peter Williams, quien
finalmente estuvo preso en la cárcel de Gamboa, como los personajes de Joaquín
Beleño, murió acribillado por la policía de la Zona del Canal en 1922.
El cuento de Villa Ortega toma
como asunto un período corto del final de la vida de Peter Williams, y, a pesar
de las pocas páginas, logra reunir paulatinamente datos fundamentales para
mostrar una imagen de Williams que lo convierte en símbolo del modo zumbón como proponía que se
luchara contra la situación de pobreza en la que vivía su gente y contra la
segregación imperante en la Zona del Canal. En el cuento, Williams manifiesta
un ego sostenido por la convicción de que es un hombre especial. De hecho, a él
no le entran las balas, se vuelve humo, dice la gente; pero él sabe que fue
santiguado por una madama santera que supo resguardarlo, y quien predijo que
sería un hombre importante (para bien o para mal) pero que lo traicionaría una mujer. Estos elementos de lo real maravilloso sostienen
la coherencia del cuento, que se vincula claramente a la cultura caribeña.
Obsérvese el método de Williams
para cumplir sus propósitos dentro del cuento: sabe escalar y se cuela por
cualquier puerta o ventana, roba a los ricos para repartir entre los pobres,
tiene muchas amantes, y se convierte en
una figura convincente hasta para los panameños mestizos, quienes también
celebran sus hazañas, sobre todo las realizadas dentro de la Zona.
Para relacionar el discurso con
la portada de Perdedores, podríamos decir que Peter Williams tiene
puesta una “máscara” de persona que no se adapta a las normas que la
sociedad occidental piensa que él debe desempeñar. La máscara que esperan los
blancos es la proyección de la norma: una actuación como taxista negro sumiso y tranquilo. Pero él se salta las reglas y se viste de hombre
blanco poderoso (muy bien trajeado y con joyas), y actúa como piensa él que
este debería actuar cuando tiene dinero: con buen humor, gozando de la vida y de muchas
mujeres, sin olvidar a quienes lo rodean.
Así que, con aquella máscara de
Robin Hood, en el cuento Williams no encarna el arquetipo de un negro; este se ha corporizado en la sombra, encarnación
de los aspectos reprimidos de la cultura occidental. Para matar a John Peter Williams había que
tirarle no al blanco disfrazado de negro, sino al negro oculto en la sombra,
con toda su historia social de violaciones y violencias. Pero, además, con todo
el peso de las fuerzas psicológicas propias del ser humano: fue traicionado por
una negra celosa (Dalila, personaje de la cultura occidental, tenía también sus
propias motivaciones) y ejecutado por un policía negro, el único que le tiró a
la sombra. Finalmente, el personaje es un
perdedor, por la traición. Pero también los
traidores son tristes perdedores.
Otro de los cuentos de Villa
Ortega que se relaciona con la historiografía panameña es “¡Fuck you! (No
jodas)”. El asunto toca tangencialmente el magnicidio del presidente
panameño José Antonio Remón Cantera en 1955, quien celebraba el triunfo de su
caballo de carreras en Juan Franco, hipódromo nacional, cuando ocurrió el
hecho. No obstante, como no se menciona
el nombre del mandatario, este dato podría mantenerse en la sombra para un
lector no enterado. El asunto es la
huída de un palafrenero del hipódromo, cuidador de la yegua que obtuvo el
segundo lugar. Este hombre huye porque ha sido testigo del asesinato y es
reconocido por los asesinos del presidente. Se aleja velozmente de la escena
del crimen a través de la ciudad hasta su cuarto porque rápidamente intentan
matarlo. Encerrado, oye y atisba la llegada de varios pesquisas. Lleno de
pánico corre a través del patio limoso de esta casa de vecindad. Resbala, cae,
se golpea la cabeza y pierde la memoria.
Lo único que recuerda son las palabras que dijo sentado en su cama unos
minutos antes: ¡Fuck you, oh yeah!
Estructuralmente el cuento es una
joyita porque el primer párrafo, sin decirlo, presenta al personaje varios años
después de los hechos. Al comenzar a leer lo encontramos como uno de esos
viejos que cargaban una jaba de dulces o de limones para vender por las aceras
de la ciudad de Panamá. En el segundo
párrafo comienza la historia.
Por otro lado, la selección de
este mozo cuidador de caballos, un negro antillano que lanza expresiones
fuertes en inglés y español, Rupert, como el modelo de hombre que pudiera haber
presenciado los sucesos del 2 de enero de 1955 resulta muy verosímil. Además, en ese permanente tejido de la
memoria, su imagen coloca en el recuerdo a Clemente Hormiga, el palafrenero de Luna
verde, de Joaquín Beleño, y tiende vínculos intertextuales con la tradición
literaria.
Más interesante aún es la alusión
que se desprende de una teoría manejada por el pueblo panameño sobre el
asesinato de Remón, crimen que nunca fue resuelto: había entre los criminales
un amigo del presidente y, además, tras
los arbustos estaban, según una teoría, asesinos a sueldo; según otra, hombres de la
C.I.A. Todos ellos hablaban inglés.
Por otro lado, ¿cómo supo tan
rápidamente la Policía Secreta panameña que Rupert era un testigo? Solamente
aquel amigo del presidente que cruzó sus miradas con el negro en medio del
hecho lo sabía. El lector tiene que concluir que el asesinato fue el resultado
de una conspiración.
¿Quién es el perdedor en este
cuento? No es Rupert, porque en virtud
de su accidente pudo librarse de la persecución de las manos asesinas. Tal vez
no era cierto que había perdido la memoria, sino que lleva puesta una máscara. Con un poco más de malicia podemos concluir
que el perdedor fue el presidente José Antonio Remón Cantera, porque si la
yegua que llegó en segundo lugar hubiera corrido como corrió después de los
disparos, habría obtenido el trofeo del clásico presidente, y Remón no hubiera
estado celebrando en el círculo de ganadores del hipódromo, como pensó el mismo
Rupert.
El fuego es el tercer cuento que he seleccionado.
Sirenas sin
gemidos ni palabras
—mudo canto que
sólo oyó la muerte
clavaron agonías
en la noche.
Incendio – poema en tres
partes-
1944
Rogelio Sinán
La imagen que recrea es la de un
hecho que vuelve a suceder cada cierto tiempo sin que se vislumbre el final de
la serie: los incendios de las casas de madera de las ciudades de Panamá y
Colón que aún se mantienen en pie a duras penas, y que, al menor descuido,
sirven de pasto a las llamas dejando en la más absoluta desolación a sus
vecinos.
El cuadro es triste: una madre
que llama a su hijo de nueve años en medio de la confusión y el humo. Un trabajador que busca la manera de entrar
hasta su cuarto y recuperar los cinco billetes de chance ganadores en la
lotería, y que eran su esperanza para terminar la quincena. Otro personaje que
surge en la esquina es un simple mirón, y conjetura sobre las posibilidades que
hay de apagar el fuego. Una mujer se lamenta llorando porque es la segunda vez
que pierde un cuarto por el fuego. Grita con desesperación porque no pudo
comprender las señales premonitoras.
El narrador se detiene a
observar: los fotógrafos buscan la originalidad de una noticia; los vecinos
adyacentes se preparan para lo peor; la policía evita el saqueo (hecho más
triste aún), que se desprende de este infierno; las sirenas, los carros bombas,
los bomberos, y, finalmente, las causas inmediatas y mediatas del incendio que
dejó doscientos damnificados: una mujer desesperada por el asesinato a tiros de
su hijo de diecisiete años, redujo a pedazos y, finalmente, a cenizas, el altar
con velas encendidas para solicitar un amparo especial para el hijo, que vive
al margen de la Ley. Las velas encendidas, dedicadas a San Judas en su pequeño
altar, volteadas en el suelo, fueron la causa del fuego.
Patricia Pizzurno, en el ensayo
ya mencionado antes, y cuya lectura me ha acompañado en este interesante
jornada por los cuentos de Andrés, discurre sobre la imaginería religiosa en la
construcción de las identidades panameñas.
La imagen religiosa forma parte de la actividad diaria de la gente,
“casi humanizada, enraizada en la vida y en la historia particular de cada fiel[5]”
y respetan el ordenamiento social: San Judas Tadeo es un santo del pueblo. En
el cuarto, “todo se quemó, menos la imagen del santo, que fue lanzada al patio
irreverentemente. Ni siquiera se quebró pues la caída fue atenuada por las
sábanas del tendedero.[6]”
Al saber esta noticia, una mujer levanta su voz para gritar ¡milagro! La
feligresa se ha convertido en un agente proselitista de la imagen, dando
testimonio del milagro.[7]
La furia de la mujer que ha
perdido a un hijo descarriado en manos de los policías es otro elemento
conmovedor que coloca ante los ojos del lector la representación de un hecho
que se hace cada vez más corriente y aceptado por todos dentro de esta
sociedad. Esta mujer tiene puesta una máscara que ha ido elaborando a través de
la vida en común, la conversación, la observación, los deseos de pertenecer a
una comunidad. Ella es uno de los
perdedores que, no conforme con su destino, arrastra a la desgracia, tras de
sí, a la comunidad de aquella casa de vecindad.
Los cuentos de Andrés tienen
múltiples motivaciones y formas. Sus
personajes han salido de las calles panameñas, de la historiografía, de los
grandes libros. Nos hablan de la guerra, del deterioro causado por el tiempo, de
lo misterioso, de los límites de lo feo, de los merecimientos para evadir la
peste, la política, el futbol, las canciones, las cavilaciones frente un
semáforo, de los sucesos del 9 de enero, de los celulares, del terrorismo y la
Quinta Sinfonía de Beethoven y mucho más. Los espacios repetidos son las viejas
casonas de madera de la ciudad de Panamá, pero también aparece el gueto, el resort,
el palacio, la batalla. Por esos lugares andan tanto los Peter como los
Rupertos, la mujer con barba como el trompetista, y su lenguaje adopta, unas
veces, el vocabulario modernista y otras, se viste de pueblo.
El recorrido a través de estas
páginas nos ha mostrado las derrotas, las pérdidas de Andrés Villa, según él
mismo reconoce cuando explica que ha estado contando su propia historia como
habitante de las viejas caseronas de madera.
He entendido lo siguiente: una derrota es también un camino que nos
conduce a la magia de la vida, una vereda para entrar al alma, una senda de
tierra para localizar lo nuestro.
Panamá, 3 de junio de 2012.
[1] Miró Grimaldo, Rodrigo. El cuento en Panamá. Editorial
Universitaria, Panamá, 1996.
[3] Pizzurno, Patricia. Memorias e
imaginarios de identidad y raza en Panamá. Siglos XIX y XX. Editorial
Mariano Arosemena (INAC), Panamá, 1911, págs. 153. 154.
[5] Patricia Pizzurno. Op. Cit. pág. 263.
[6] Andrés Villa. Perdedores.
Imprenta Articsa, Panamá, 2009, pág, 23.
[7] Patricia Pizzurno. Op. cit. pág. 263.