Una Cita con la Historia


Cuando meditaba, se convencía de que les tocaba hacer el sacrificio, poner el pecho, trepar y trepar hasta colocar las banderas en lo más alto. En fin eran los que vivían más cerca de aquella falsa frontera y precisamente cuando sucedieron los acontecimientos, entraban a la edad de las responsabilidades.

Andrés Villa // Panamá América

LOS MÁRTIRES, como fueron considerados los que cayeron, casi todos vivían en los barrios que limitaban con la infame cerca levantada por los extranjeros.

Crecieron con la vergüenza de ver ondear otra bandera en su territorio. De ver aquel lado de la avenida como un paraíso prohibido, y oír hablar a sus padres, que allá todo era perfecto y que había que guardar un comportamiento distinto, pues regían otras leyes.

Todo lo que venía de aquel Olimpo era mejor. Tenía la magia de la ambrosía, que convertía a las galletas en "cookies" de todas formas y sabores, y dotaba a los jugos de ocho vegetales, con el poder de ponerte los cachetes colorados como los de ellos. Aunque la leche era de las vacas de este lado, cuando llegaba allá, no estaba aguada. Allá los chiquillos podían escoger entre la increíble cantidad de setecientas distintas marcas de barras de chocolates, cada cual más delicioso que el otro. Había uno con el nombre de un jugador de béisbol, que se hizo célebre por batear la bola fuera del parque, después que se comía una de esas tabletas. Fue tan famoso que terminaron por ponerle su nombre al dulce. Todo eso sucedía en unos sitios a los que llamaban comisariatos, donde había una variedad tan grande de artículos que, todavía muchos de ellos, esperaban el turno a que se descubriera el motivo para usarlo.

En el otro lado de la avenida, a los relojes se les daba cuerda, funcionaban bien, no se

inventaban excusas y nadie llegaba tarde.

La noticia del levantamiento de jóvenes primero y de todo el pueblo después, reclamando el territorio perdido, le dio la vuelta al mundo, aunque ninguno de los bandos comprendió bien lo sucedido. Más tarde, cuando en el país de los opresores, importantes revistas le dedicaron sus principales páginas a los sucesos, fue cuando en ambos lados de la cerca comprendieron que estaban en conflicto. Advirtieron que no había sido noticia de un periódico de ayer. El editor de la principal revista, de la capital del mundo, donde se hablaban más idiomas que en la Torre de Babel, se asombró con la foto aquella, y la puso en la portada. Entonces todos supieron de la habilidad de los chicos que treparon hasta la punta de los postes de luz, donde colocaron los colores criollos. Nunca pudieron entenderlos, pero para los escaladores era simplemente tan fácil como bajarle un coco a la abuela de la palma del patio trasero. Se abrasaron fuertemente a los pilotes y se impulsaron con la planta de los pies y las manos. Tenían miles y miles de hombres que podían hacer eso y ellos no. Claro que en ese momento crucial, estuvieron bajo la mira de los fusiles de los soldados. Dicen que estos también eran muy jóvenes y que se asombraron tanto con la habilidad trepadora de sus contrarios, que prefirieron observarlos en vez de dispararles.

Años después, el valiente aquel que llegó hasta arriba, corroboró que ante la agresión que provocó una veintena de muertos y centenares de heridos, quiso

demostrarles a los del otro lado, que no podían trepar palmas.

El problema siempre fue de orgullo. La gente de acá se resentía de la manera como lo veían aquellos extranjeros. Estos pensaban que los del país no eran capaces de nada.

Solamente de obedecer y de ocupar los puestos más bajos en la pirámide de oportunidades laborales. Sentían que no les hubieran agradecido todos los esfuerzos en levantar la cerca, matar a los mosquitos, cavar la zanja y traer mil y una costumbres nuevas, de las que el setenta y cinco por ciento eran malas. No comprendían o quizás se les olvidó, que el hombre es un animal y como tal tiene un sentido muy fuerte de arraigo territorial, que a medida del paso de los años se van juntando hechos y costumbres, música y poesía que no son más que el patriotismo. Los mismos sentimientos que los llevaron a ellos, en su momento, a rebelarse y tirar al mar la más delicada de las posesiones que tenían sus opresores, el té. Una infusión que cuando fueron colonos, por los impuestos, no podían disfrutar. Pero pienso ahora que ningún cura se acuerda cuando fue sacristán.

Cuando se disipó el humo de la pólvora, se enterraron los muertos, en funerales de estado con todos los honores. Pero quedaron los lesionados que, cuando caminaban por las calles, mostraban las secuelas de sus heridas. Brazos contrahechos, piernas lesionadas y otros malestares mayores que acortaron años de vida a varios de ellos, años de vida. Pero esos baldones los dotaron de una aureola que aunque con el paso de los años se fue destiñendo, tenían el sortilegio de hacerlos brillar nuevamente cuando los hechos fueron vistos con el lente de algunas celebraciones históricas. Así fue cuando los extranjeros, de cachetes colorados, acordaron irse y nuevamente ocurrió cuando finalmente terminaron por hacerlo.

El nunca lució aquella aureola, pues durante los sucesos nadie recordaba haberlo visto

por los lados próximos a la cerca. Ni socorriendo a los heridos, ni por otros sectores donde se dieron las refriegas y zumbaron las balas que abrieron grandes boquetes en las paredes de concreto y en los cuerpos de los manifestantes. Nunca apareció en las fotos que llenaron las páginas de los diarios y que año tras año volvían a ser publicadas en los aniversarios de la gesta. Todo por su decisión de meterse al cine, en vez de cumplir una cita con la historia.

Panamá América
9 de enero de 2010

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