Los Espantos


Andrés Villa
Escritor

Cuando los espantos que los habían atormentado, desde los tiempos de sus tatarabuelos, aparecieron durante ese sábado de fiesta en honor al santo patrono, se formó una gran conmoción.

La Tulivieja, Señiles y El Judío Errante avanzaban por el medio de la calle principal, rodeados de los niños del pueblo, que los atormentaban a medida que se acercaban al palco de las autoridades. A los que creían que sólo eran frutos de leyendas y cuentos, les era difícil ver aquella decrépita anciana a la que los pequeños jaloneaban sus vestidos.

Con Señiles la cosa era distinta, su porte de cholo macizo que contrastaba con la desilusión que había en su mirada, alejaba a la mayoría de los chiquillos. A medida que caminaba, miraba todo con extrañeza y algo de desprecio. El Judío Errante, que no era nadie más que Caín, el primer homicida de la historia, avanzaba ansioso y sudoroso.

Por fin, llegaron al sitio sobre la plaza donde estaban celebrando los notables del poblado con el Alcalde, el obispo y el Corregidor de turno. El trío de fantásticos personajes, quedó algo distante de las autoridades por el tumulto que los acompañaba.

- ¡Hombre, carajo, qué pasa! ¡Dejen el paso libre! ¡No jodan¡- gritó el Alcalde.

Sus palabras sirvieron de paliativo para el alboroto de los curiosos. Una vez calmada la algarabía, el enérgico funcionario conminó a los recién llegados a acercarse, a decir sus nombres y explicar los motivos que traían.

Un silencio rotundo llenó el lugar frente a la iglesia. La noche era iluminada por las luces de los faroles y una gran luna llena que colgaba de un cielo con algunos jirones nubosos. La brisa de verano ronroneaba entre las ramas de los árboles.

La vieja de uñas largas, rostro arrugado y descuidada cabellera cana fue la primera que dejó oír su voz.

- Señor Alcalde, primero aleje a estos salvajes de mi alrededor. Mire cómo han dejado mis ropas. Desde hace siglos que las visto y nunca habían sido tan maltratadas, como desde que entré a este pueblo.

Hablaba y miraba temerosa a los chiquillos que asomaban sus caras por entre las piernas de los mayores.

El Gobernador les dirigió a los incriminados una terrible mirada, que los hizo quedarse quietos.

- Señor, mis compañeros, Señiles, Caín y yo, La Tulivieja, estamos cansados de vagar solos por el mundo. Arrastramos una pesada condena, por crímenes que si alguna vez cometimos, creemos que deben ser olvidados. Venimos a pedir su indulto.

El Alcalde asombrado miró al Corregidor, y le preguntó si existía alguna denuncia contra ellos. Al ver sus dudas, lo mandó a averiguar en las computadoras policiales y a la vez le ordenó al alumno más aventajado del primer ciclo, que buscara en Internet a ver si encontraba algo sobre los extraños. Mientras tanto, al ver la gran admiración que despertaban los espantos, buscó sacarle provecho al asunto y los invitó a sentarse y a participar en la gran comilona que habían interrumpido.

- Hoy es día de fiesta y ustedes son mis invitados. Si son culpables de algo, ya veremos después.

En la gran carpa, reinaron otra vez, la alegría de los brindis y el sonido de las cervezas al destaparse, se juntaron con los ruidos de los crujientes chicharrones recién sacados de la paila, al ser triturados a dentelladas por los invitados y con el sorber de los tomadores de sancocho. Mientras, se oían el acordeón del baile cercano, las salomas de las cantantes y los tambores.

Al rato, regresó el Corregidor quien dijo que existía un centenar de denuncias contra la Tulivieja, por abandono y maltrato de menores, en distintas partes del país, pero que ninguna era apoyada con suficientes causas. El aventajado escolar también llegó desde la Internet y aportó que la vieja era famosa en toda América Latina, pero en los Estados Unidos no se sabía nada de ella. Todos achispados por el consumo de licor, y la alegría de la fiesta dedicaron un gran aplauso al añejo personaje, que se entretenía chupando un gran chicharrón, ya que con su boca desdentada no podía hacer más. Hubo alguien que la invitó a que mejor probara el sancocho aguado que estaban sirviendo o que comiera algo más suave como las carimañolas.

-- Caín fue el que mató Abel. Así lo encontré en el buscador que me refirió a la Biblia. Allí se señala que se dedicaba a la agricultura—, aclaró el estudiante.

Todas las miradas condenaron a Caín, que sólo atinó a bajar su torva mirada y a decir, con acento extranjero, que eso había pasado ya hacía más de 5,000 años, y que estaba agotado de vagar por todos los caminos del planeta. El tinterillo del pueblo se tomó un buen trago de ron, y desde su puesto dijo solemnemente:

- Ese crimen prescribió. Eso sucedió en los inicios del Génesis, una parte de la Biblia que más se asemeja a un libro de cuentos, pues habla de un jardín que nadie sabe dónde estuvo, de serpientes y manzanas mágicas. Creo que a Caín lo hemos condenado sin razón. En esa época, sólo había en el mundo cuatro personas y no pudo haber testigos, pues Adán y Eva eran los padres del acusado y no pudieron declarar contra su hijo, el otro era el muerto.

Un gran aplauso atronó en la carpa en honor a Caín y a su defensor. Pero el obispo, frunciendo el ceño, se revolvió intranquilo en su taburete.

Poco a poco, las miradas se fueron centrando en el cholo Señiles, que comía y comía todo lo que le ponían por delante. Le gustó mucho la ensalada de fiesta, esa de papas a las que las remolachas le regalan su color. Ya se había sorbido tres platos de la clara sopa; y llevaba otros tres de la ensalada aquella, con arroz con pollo y sus respectivas presas de puerco frito. Había provocado el temor de las cocineras, que temían que él solo acabara con todo y no pudieran llevar las sobras para los de su casa.

--¡Joo en mis tiempos los sancochos sí eran sancochos! ¡Espesitos! No este miao de vieja que me han servido. Lo que sí ‘ta bueno es la ensalada. Niña, sírvame otro poquito más, con otra buena presa de puerco. Y por favor si tiene chicha fuerte traiga, pero en totuma, que soy invitado del Alcaide. La petición provocó asombro a todos.

Muchos no se acordaban de los crímenes que habían obligado a Señiles a ser considerado un espanto en el folclor popular. Uno de los que acompañaba al Corregidor, se levantó y preguntó:

-¿Bueno, y usted qué fue lo que hizo?-

Con la boca llena, Señiles no atinó a contestar. Pero uno de los maestros invitados al acto salió al paso.

- ¡Oye! Tú no sabes, que éste fue el famoso personaje que salió a cazar en Viernes Santo y que fue condenado por el cielo a vagar por los montes, cuidando a los animales heridos por los cazadores furtivos.

¡Uuuufaaa! Un resoplido de desilusión se oyó en toda la plaza. Según todos, en estos tiempos en que no se respetaba nada, cazar en Viernes Santo no representaba ningún pecado. Los espantos comenzaron a recibir dinero, regalos de todas clases y hasta la promesa de puestos de trabajo en el Municipio del distrito, para que pudieran rehacer sus vidas. Uno de los representantes del corregimiento por donde corría la quebrada, donde los supersticiosos decían que aparecía la Tulivieja, hasta propuso que se la condecorara, con una medalla al mérito ciudadano. Dijo que gracias al temor de encontrarse con ella, los que botaban toda clase de desperdicios en el cauce de la corriente de agua habían dejado de hacerlo.

Cuando las cosas llegaron a ese extremo, la cara del obispo se puso roja del disgusto e incorporándose comenzó a regañar a todos.

-¡Parece mentira que ustedes, las personas más respetadas de este pueblo, respalden con aplausos y aprueben los hechos de estos tres nefastos personajes! ¡Que se hayan igualado a ellos, al sentarlos a la mesa principal de la festividad de nuestro santo patrono! Esta mujer, la Tulivieja, que durante años ha sido el símbolo del demonio, de la depravación femenina y que nos ha atormentado a todos en las noches oscuras, no tiene perdón de Dios.

Ante las acres palabras del prelado, la alegría se marchó de la tolda, dando paso a la reflexión. Pero su diatriba continuó.

-¡Cómo es posible que regalen y festejen al mayor asesino que ha tenido la historia del hombre! Un malvado, que por envidia a la preferencia divina, asesinó a una cuarta parte de la humanidad que poblaba al mundo en esos días. Y que se manifiesten tan despectivamente del viejo testamento. ¡Asesino! ¡Fratricida! ¡Asesino, la sangre de Abel clama por justicia al Señor!

Cuando el enfurecido obispo quiso apuntar sus quejas contra el tercer personaje, no lo encontró. Su puesto estaba vacío. Uno dijo que Señiles, después de haberse tomado tres grandes totumas de chicha fuerte, fue visto tambaleante por los alrededores del baile. Que sacaba a bailar a las mujeres ajenas y se negaba a pagar la cuota, pues vociferaba a toda voz que era invitado del Gobierno.

La mitad del pueblo se puso del lado del obispo, pero la otra, encabezada por el Alcalde apoyaba a los advenedizos. El dirigente, furioso, entre trago y trago de aguardiente decía que el eclesiástico había ofendido a sus invitados y que eso no se lo permitiría, por más que dijeran que se encontrara bajo los efectos del alcohol. - No importa que esté borracho, a mí usted me respeta-.

El tumulto fue grande, pues ambas facciones se fueron a las manos y se agredieron con piedras y palos. El obispo arengaba a sus huestes desde el atrio de la iglesia; mientras que los otros recibían órdenes desde el Palacio Municipal, al otro lado de la plaza. Al final la policía tuvo que intervenir para separarlos.

Al día siguiente, se supo que los tres personajes eran impostores que quisieron aprovecharse y gozar de la fiesta. El jefe de la Policía citó al obispo y al Alcalde, y los recriminó diciéndoles que cómo era posible que se hubieran olvidado de la vieja Petra, la que vivía apartada de todos, por los lados altos del río. Sobre el cholo, mencionó que era famoso en toda la región por dormir de día y robar gallinas en la noche. El otro era un colombiano que estaba de paso y al que se le acusaba de urdir la estratagema que terminó en tumulto.

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