Ítaca


Andrés Villa.
PA-DIGITAL


Sacaban a los muertos del palacio. ¿Quién les iba decir a los pretendientes que después de tantos años el  héroe regresaría?

Hacía ya diez inviernos que la noticia de la caída de Troya llenó de júbilo a la isla. Entonces pensaron que regresaría el Rey y la prosperidad con él. Muchas habían sido las noticias de sus hazañas y de su ingenio, pero veinte años de ausencia era mucho tiempo.

Se alegraron, pues ahora sí alcanzaría el trigo y los odres y las grandes tinajas rebosarían con los frutos de la vid. Nuevamente los pastores esquilarían la suave lana de las ovejas y los telares renacerían con un himno laborioso; los pastores fabricarían queso de la leche de las cabras, los panales de abejas regalarían la dulzura de su miel y la cera requerida para las necesidades de las casas. Los herreros forjarían herramientas de labranzas y no lanzas, cascos, grebas o escudos. Al puerto de Ítaca volverían las cóncavas naves llenas de productos de tierra firme y de islas vecinas y el mercado del pueblo florecería y todo sería como antes.

Pero pasó el tiempo y nada. Llegaron primero las malas noticias. Los guerreros habían cometido crímenes en el saqueo de aquella ciudad. Se decía que los dioses que apoyaron al bando troyano cobraron con creces los desmanes perpetrados. Agamenón fue asesinado por el amante de su esposa. Su hijo Orestes tomó venganza, con su propia mano, y ahora era un proscrito perseguido por las Furias. Uno de los Ayax había muerto en un naufragio al regresar a su patria. El otro, enloqueció al no heredar las armas de Aquiles, el invencible guerrero, muerto por la saeta del más cobarde adversario.

Ahora la sangre corría por los peldaños del vestíbulo empujada por el agua echada por los sirvientes del palacio. Desconsolado vi el cuerpo inerte de Eurímaco, mi amigo de infancia. Todavía tenía un trozo de flecha clavado en el pecho.

Yo, como la gente del pueblo, me agolpaba en la plaza para saber lo que había pasado. Pero ya el rumor se había convertido en realidad. Odiseo había llegado a su palacio y ultimado a los pretendientes. Pobre amigo mío. Era como un fardo tirado en el piso esperando que su padre y sus parientes  reclamaran su cuerpo.

Un heraldo salió de la casa y dijo que el Rey negociaría el rescate de los despojos de los pretendientes. Estaba en su razón. No merecían piedad después de que los atrevidos habían saqueado sus despensas, por tres largos años. Además habían planeado matar a su hijo y cortejado a su esposa sin estar convencidos de que estuviera muerto. De nada valieron los argumentos de que el rey había abandonado a su pueblo por veinte largos años.

No sé cómo me había salvado. Casi sigo los consejos de Eurímaco de enrolarme en las filas de los que hoy son cadáveres. Me salvó mi falta de entereza, el temor a lo inesperado y la certeza de que Odiseo regresaría.

Una noche cuando el viejo Laertes, el padre del héroe, se retiraba del palacio, avergonzado por la banda de intrusos que lo invadieron, vi como una deidad lo acompañaba. Tenía los aires de una ninfa silvestre, pero después, cuando se convirtió en búho, comprendí que era Atenea, la hija de Zeus.

Pero Eurímaco siempre fue así. Atrevido y con algunos rasgos de perversidad. También lo que pasó es lógico. Los que no teníamos edad para ir a Troya, con el paso de los años nos sentimos distanciados de los que se fueron. Éramos como una generación perdida, sin guerras que pelear y sin un líder a quien seguir. Nunca despertamos la atención de las deidades, ni de los aedos y por eso no pudimos emparentarnos con la gloria. A eso se debe el comportamiento de los pretendientes. Querían robarle al héroe algo de su fama. Yo no me atreví.
Suplemento Día-D

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